Cuando uno nace, tiene muchas cosas impuestas que con el correr de los años las va puliendo o directamente cambiando, y el caso de Juan, es emblemático. Toda su familia paterna era hincha de Los Andes, hinchas y socios fanáticos del mil rayitas. La familia de su madre, natales del barrio San José de Témperley, eran enfermos del Gasolero. Ellos, Ana y Carlos, se conocieron en el colegio secundario, donde comenzaron una relación que ya lleva más de veinticinco años, tres hijos y un bienestar que los llevó a vivir en un barrio acomodado de Banfield.
Por el fútbol, surcaron momentos duros, las familias estuvieron enemistadas durante mucho tiempo. Como en aquellos clásicos de campeonato 90/91, en la B Metropolitana en cuyo partido de ida Témperley goleó a Los Ándes 3 a 0 en el "Eduardo Gallardón" y que posteriormente casi termina en una batahola familiar, que llevó a la familia a distanciarse durante unos cuantos meses. Esas peleas no hicieron mella en la relación de Carlos y Ana, los padres de Juan, quienes hacían todo lo posible para volver a unir a la familia. Pero ese campeonato, el 90/91, fue lapidario, porque luego del enojo y la recomposición de la relación entre suegros y cuñados, llegó el partido de vuelta en el que Los Andes se tomó revancha y goleó a Témperley 3 a 0 en el "Alfredo Beranger", lo que provocó una nueva pelea, esta vez, casi terminal.
Juan creció entre esa rivalidad, tíos y primos que lo querían llevar para su club, Carlos y Ana, en un pacto, que implicaba la libre elección de sus hijos. Y Juan eligió...
Eligió la historia, eligió la pasión, eligió a su ídolo, eligió los colores: verde y blanco
Seguramente en esa elección, no solamente incidieron aquella eterna pelea familiar y el fanatismo de su amigo de la infancia, sino que fue determinante un partido que Juan fue a ver a la cancha con su amigo Roberto y el padre, donde, quien a la postre sería su gran ídolo, los deleitó con su fútbol, fue un 6 a 1 que Banfield le infligió a Chicago y ese ídolo eterno para Juan, fue ni más ni menos que José Luis Sánchez, "Garrafa".
Un pibe que no tiene definido su futuro futbolero, que vive en el tironeo de dos clásicos rivales de barrio, encuentra en la magia de Garrafa, en la mística del Taladro, en el histórico "Florencio Sola", el amor que lo acompañará toda su vida. Costó que tanto su padre, como su madre y las familias de ambos, aceptaran el paso dado por Juan en ese encuentro con el fútbol, que lo marcó para siempre. Fueron días de silencio y peleas con sus hermanos, porque Cecilia, la nena, había adoptado al Mil rayitas como su padre y su hermano mayor, Héctor, era del "Cele" como su madre. La habitación compartida con su hermano y luego de largos combates, que incluyeron golpes, necesitó de la mediación de Carlos, el padre, quien dictaminó la separación de la pieza con un gran modular, como dos barrios; de un lado todo celeste, del otro, verde y blanco, con un taladro dibujado en una de las paredes y un póster del gran Garrafa Sánchez en la cabecera de la cama. Pero ahí no terminó la cosa, porque Banfield pasó a jugar cosas importantes, mientras Témperley y los Andes, deambulaban en otras categorías, acción que también trajo aparejados problemas en las comparaciones. Pero la pasión no entiende de torneos, divisiones y descensos, es algo que se siente, se vive y por sobre todo se lleva dentro del corazón.
Por eso, aquel día en que volvía del colegio con la decisión tomada, almorzó en silencio y ante la pregunta de su madre, respondió:
- Voy a hacerme un tatuaje, mamá.
- ¿Y tu padre lo sabe?
- ¿Y por qué lo tiene que saber, mamá?
- Porque sos chico todavía y hay decisiones que no podes tomar sólo, Juan
- Cómo que soy chico, voy a cumplir diez y ocho años mamá, ya dejé de ser un chico
- ¿Y vos te pensás....?
- No mamá – interrumpió Juan- papá con un año más que yo, fue a la guerra, así que no me digas que soy chico.
- Yo lo único que te digo es que papá se va a enojar...
- Qué se enoje...
Tomó su mochila y partió a cumplir con su obligación banfileña. Un trayecto corto y muchas vivencias que surcaron su cabeza. Rememoró goles, jugadas, cantos, situaciones. Estaba convencido. Dolió, sufrió, gozó, su piel quedaba marcada para toda la vida con un sentimiento. Miró un espejo y vio su obra terminada, la disfrutó y se sintió feliz. Partió a ver a sus amigos, definió el momento como único e irrepetible. Todos admiraron la obra y gritaron al unísono ¡Banfield, Banfield...!
La noche se acercaba y ya era hora de volver a casa, seguramente su padre lo esperaba para una reprimenda. El hecho estaba consumado y no había vuelta atrás. Al ingresar, encontró a sus padres en el living mirando televisión. Al saludar, su padre esbozó un simple:
- ¿Todo bien Juan? ¿Cómo quedó eso?
- Bien viejo, dolió un poco pero quedó bien...
Y Juan que se metió en el baño en momentos que Ana, su madre le decía:
- ¿Y no le vas a decir nada, viejo?
- ¿Y que querés que le diga?
- No sé, retalo, decile algo...
- ¡Cómo lo voy a retar, Anita...! ¿Vos te olvidás de esto?
Y el padre que se saca la camisa y le recuerda a Ana sus dos tatuajes, el de las Islas Malvinas y el escudo de Los Andes; Juan escuchaba en el baño y cuando dejaron de retrucarse cosas, salió saludó y se fue a dormir boca abajo. Era feliz. Dormía con su ídolo. En su omóplato izquierdo descansaba la imagen de "Garrafa" llevando la pelota y luciendo el hermoso atuendo verde y blanco a rayas verticales.
Las mismas rayas verticales, verdes y blancas, que Juan tenía en su corazón...
Corazón banfileño...
Por: Mundo Ascenso | Eduardo J Quintana - @ejquintana010